jueves, 23 de agosto de 2012

EL CAMINO DE SANTIAGO: UNA SEMANA DE ENSUEÑO


Crónica de Pedro Carrasco Cuesta



1ª ETAPA SANTA AMALIA- GRIMALDO 14- 7-2012 130 KMS.

Tras un tiempo de inquietante espera que se mide no en semanas sino en meses, por fin llega el día de iniciar nuestra aventura (cruzada): peregrinar en bici a Santiago de Compostela. De los varios caminos que parten desde distintos y dispares lugares de nuestra “piel de toro” hemos elegido el de la Vía de la Plata, también conocido como Camino Sanabrés.

El grupo, tan heterogéneo como bien avenido, está formado por Domingo Pablos, comandante en jefe de la expedición; Andrés Nieto, encargado de los sellos de las credenciales, relaciones públicas y “reportero mayor”; José Ángel, un joven de Villafranca de los Barros, compañero de trabajo de Andrés y de fatiga de todos; y quien escribe, que tampoco tiene especial encomienda, como no sea la de relatar las vivencias que nos acontezcan en el camino.

A las siete y media de la mañana salimos del “Paseo”, tras tirarnos el Zamorano una foto delante de la iglesia, que ha tenido a bien venir a despedirnos. Nos acompañan amablemente a hacer los primeros kilómetros José Luis y su mujer, María Jesús. Al poco de arrancar, nos alcanzan unos jóvenes del pueblo (el Rubio, Jiménez, Chemi y David) que van a hacer la ruta de Montánchez y que se ajustan a nuestro paso, hasta que tengan que desviarse por el camino rural por el que tienen pensado subir a Las Antenas.

Después de pasar por el pueblo de Almoharín, apenas iniciarse las rampas de la subida a Valdemorales, se produce la primera incidencia en forma de pinchazo; en este caso ha sido la rueda delantera de Andrés.

Pronto llega el momento de separarnos. Nos paramos en un cruce donde retratarnos todos juntos y nos desean suerte, antes de girar a la izquierda los jóvenes, y dar media vuelta José Luis y María Jesús.

Ya en soledad, seguimos pedaleando con un viento de cara que va en aumento. A la altura de la localidad de Torremocha, un estallido similar a un disparo de escopeta nos pone en alerta. Tras el susto inicial, comprobamos que el sonido fatal ha sido producido por la rueda trasera de Domingo que ha reventado, pensamos que por un defecto de la cubierta. Viendo tamaño desaguisado lo normal sería que cundiera el desánimo, y que pensáramos que nuestra aventura no empezaba precisamente con muy buen pie. Es nuestro comandante quien impone tranquilidad al resto y quita hierro a la situación, aplicando la máxima aquella tan utilizada en el juego de naipes, cuando se empieza perdiendo, que dice que “los hijos de los gitanos no quieren buenos principios”. Probamos suerte con un apaño improvisado para tratar de llegar a Cáceres, y allí comprar una cubierta. Mientras ellos intentan el arreglo liando la zona del reventón con cinta aislante yo me adentro en Torremocha, por ver si en alguna tienda tuvieran ruedas. Un lugareño me indica un estanco que hace las veces de comercio donde se vende de todo (como la Adela de Santa Amalia, un suponer), como único sitio donde pudiera haberlas. Me dicen que no tienen y pronto llego con la mala noticia adonde se encuentran los compañeros, que ya tienen a punto lo que tiene toda la pinta de ser una chapuza en toda regla.

Arrancamos con pies de plomo con la incertidumbre de no saber cuánto aguantará. A la altura de la localidad de Torreorgaz la cinta aislante se rompe (se ha degradado como los neumáticos blandos de un F-1), y a punto está de producirse otro “disparo” si Domingo no para y desinfla la rueda.

Estamos a quince kilómetros de Cáceres y se baraja la opción más óptima para el caso. Andrés plantea el plan B, que consiste en llamar a José Luis, que ya debe haber llegado al pueblo, y decirle que nos traiga una rueda. Domingo propone el plan C, que sería adelantarnos los demás hasta Cáceres, comprar la cubierta y volver hasta donde nos encontráramos (él iría avanzando con la bici de la mano). El plan D sale de mi magín y apenas lo he pergeñado Domingo lo pone en práctica, al ver a un hombre en la puerta de un chalet. Le explica el caso y la suerte se pone de nuestro lado, cuando el “buen samaritano” (todavía quedan algunos; lo difícil es dar con ellos) nos da una rueda en bastante buen uso que no utiliza. Ante la negativa de cobrarnos la cubierta le ofrecemos tomar una cerveza, pero deniega amablemente, nos desea suerte y nos conmina a seguir adelante con nuestro camino. Aunque hemos perdido más de una hora, salimos airosos del trance y seguimos camino con la satisfacción de haber resuelto el problema y de tener la primera historia, aunque adversa, que contar.

A la entrada de Cáceres nos paramos en un supermercado a comprar pan y bebidas frescas. Son Andrés y José Ángel quienes se encargan, pero su despiste no tiene nombre: han salido con un montón de cosas y se han olvidado lo más importante, el pan. ¡Vaya un par de peregrinos!

El calor y el viento en contra empiezan a hacer mella en nuestras fuerzas, al tiempo que nos acercamos al pantano de Alcántara. En ese paraje adelantamos a una peregrina extranjera, que parece vaya a dar con sus huesos en tierra a cada paso; camina como si fuera un boxeador grogui y lleva el bastón a rastras, en vez de usarlo como adminículo. Convenimos en que viaja con la logística de un coche de apoyo que debe estar esperándola en algún lugar más adelante, que no debería estar muy lejano si quiere llegar viva.

Tras cruzar el Tajo, todavía en la hondonada del río, el calor aprieta y un incesante chirriar de chicharras nos envuelve, aturdiéndonos los sentidos. Domingo propone que nos paremos a comer a la sombra de un puente (¡qué ideas más peregrinas tienen a veces los peregrinos!), y soy yo quien plantea que me parece más oportuno hacerlo con una cerveza bien fría que con agua caliente. Así, atacamos con las fuerzas justas un repecho de un par de kilómetros y llegamos a la piscina de Cañamero, donde damos cumplida cuenta de los víveres que traemos de casa.

Antes de reanudar la marcha llegan seis ciclistas a hacer parada, que no fonda. Departimos con ellos un rato y nos enteramos que vienen de Santa Marta de los Barros, que van a Santiago por el Camino Francés, que piensan llegar el viernes a razón de noventa kilómetros cada etapa, y que tienen intención de pernoctar en el albergue de Grimaldo. Informándolos de que nuestra ruta es el Camino Sanabrés y de que pretendemos llegar a Plasencia, nos despedimos con la fraternidad propia de quienes comparten la superación de un mismo objetivo.

De nuevo en marcha, atacamos con nuevos bríos el puerto de Los Castaños. Parados arriba para reagruparnos, se plantea la disyuntiva de hacer noche en Grimaldo o continuar hasta Plasencia, con la intención de que la segunda etapa hasta Salamanca no sea tan larga. Consultamos nuestros libros de ruta, que hemos de reconocer que no son todo lo completos y exhaustivos que sería desear, y nos damos cuenta con sorpresa de que en Plasencia no hay albergue de peregrinos, por la sencilla razón de que por allí no pasa el camino. En el mapa vemos que la opción sería llegar a Oliva de Plasencia, un poco más adelante, desviándonos cinco kilómetros de la ruta. Con la duda de qué hacer bulléndonos en la cabeza, resolvemos llegar hasta Grimaldo a tomar un café y allí tomar una decisión definitiva.

A las cinco de la tarde llegamos a Grimaldo, una pequeña población con apenas doscientos habitantes. En el bar anexo al albergue “señá” Adela, una mujer resuelta, agradable y sencilla, nos informa de que dispone de sitios libres. El albergue es un modesto cutrichil con diecisiete plazas dispuestas en tres cuartos ocupados hasta el momento por un matrimonio, un sevillano y dos compatriotas de Ángela Merkel, que parecen dos huesos imposibles de roer, entre otros. Aunque tácitamente decidimos quedarnos, le decimos a Adela que vienen seis ciclistas detrás que han llamado para reservar sitio. Nos cuenta que aquí no se guarda sitio a nadie, y que tienen preferencia los caminantes a los ciclistas. En cualquier caso, dice, aún quedarían camas libres para cuatro y los dos restantes tendrían que acostarse en unas colchonetas.

Estando deshaciendo los bártulos, llegan los ciclistas de Santa Marta. Al vernos allí e informarse de la situación se muestran rebotados con nosotros, dirigiéndonos frases despectivas de desaprobación. Argumentamos en nuestra defensa lo de la carencia de albergue en Plasencia y que, en cualquier caso, hay plazas suficientes para todos, aunque dos tengan que dormir en colchonetas. Pero no parece contentarles demasiado, y al final deciden irse a una casa donde alquilan habitaciones.

Cuando nos acondicionamos los cuatro en uno de los cuartos, llega un nuevo ciclista en solitario y trabamos conversación con él. Se trata de Miguel Ángel, es de Jaén y pretende hacer el Camino Francés, el que discurre por Benavente, Astorga…

Tras darnos una ducha y hacer la colada (¡qué dura es la vida del peregrino!) nos damos una vuelta por la aldea, que nos empapa de paz y relajación. De vuelta en el bar, donde varios vejetes juegan a la subasta, Domingo pregunta quién sabe jugar a la cuatrola; nos falta un jugador, ya que José Ángel no sabe ni tan siquiera barajar. Al final el único parroquiano que conoce el juego de la cuatrola forma pareja con Domingo (curiosamente también se llama Domingo), mientras que mi partenaire es Andrés, quien en el trascurso de la partida se descubre como un perfecto inútil para el juego de cartas; nunca vi a nadie en mi vida que tenga las cuarenta y no las cante, aunque su compañero haga las dos primeras bazas (¡será cenizo el malasombra!). En fin, que “los Domingos” nos dieron para el pelo y nos ganaron por una carta, aunque eso carece de toda importancia en favor del buen rato que echamos.

Adela nos reclama para comer y nos obsequia con una cena tan sabrosa como sencilla. Invitamos a nuestra mesa a Miguel Ángel, el de Jaén, que nos pregunta si puede acompañarnos hasta que los distintos caminos que tenemos programado seguir nos separen, y le aceptamos encantados, como no podía ser de otra manera.

Tras una relajada charla sentados en la puerta del albergue, nos vamos a la cama a entregarnos en brazos de Morfeo…y de Andrés, que nos sorprende con una negativa faceta que desconocíamos: la de roncador. ¡Qué difícil es el descanso del peregrino!



2ª ETAPA GRIMALDO-SALAMANCA 15-7-2012 170 KMS.

Nos ponemos en marcha con las primeras luces del alba, oyendo el canto de los gallos a modo de despedida. ¡Cuánto madrugan los peregrinos! A unos kilómetros nos paramos a desayunar en un área de servicio, y con el estómago lleno y las tripas vacías (Domingo y yo hemos cagado) nos lanzamos a devorar kilómetros por un tramo en ligero descenso, buscando la ciudad de Plasencia.

Aunque a estas horas de la mañana las piernas nos transmitan buenas sensaciones, vemos que el día se presenta muy caluroso y la etapa, que nos llevará a Salamanca, va a ser dura tanto por ser larga como por las subidas que tenemos que superar.

Al llegar a Baños de Montemayor, Domingo dice que necesita comer algo. Al tiempo que reponemos fuerzas aprovechamos para comprar provisiones en un supermercado, para merendar más adelante. Estando en el supermercado nos interpela un hombre, viendo nuestro maillot de la Peña Cicloturista Amaliense. Nos dice que conoce a Domingo, “el Colorao”, y se interesa por nuestra aventura.

Al arrancar nuevamente ya sabemos que toca ascenso. Nos planteamos subir cada cual a su paso y esperar arriba para reagruparnos. Pronto se rompe el grupo. Andrés y yo nos destacamos; José Ángel y Domingo se lo toman con más calma, mientras que Miguel Ángel, el jienense, se mantiene en solitario en un terreno intermedio.

Salvo algún kilómetro en bajada, la carretera discurre en continua subida. Cruzamos Béjar, pasamos por el hotel del que fuera gran ciclista, Laudelino Cubino, y finalmente copamos el puerto de La Vallejera, catalogado para nosotros como “fuera de categoría”. Han sido treinta kilómetros de ascenso casi continuado que nos dejan “tocados”; José Ángel y Domingo con evidentes muestras de cansancio, y yo con un tirón en el cuádriceps de la pierna izquierda que me preocupa por momentos. Nos reponemos con bebidas isotónicas, plátanos y barritas y posamos para la foto, con el cartel del puerto de fondo. En un movimiento extraño con el brazo, Andrés le cae las gafas a Domingo y, en el colmo del infortunio, las pisa y las hace trizas. Entre bromas, se le quita importancia al asunto y, al final, le doy a Domingo las mías, que no utilizo, a las que se les cae un cristal a las primeras de cambio y hay que volver a encajarlo.

Aviso al grupo que más adelante desaparece durante varios kilómetros la N-630, que es la carretera que llevamos, pero ni aún así evitamos despistarnos. En una rotonda, sin saber por dónde tirar, cogemos hacia Sorihuela y, preguntando en el pueblo, tenemos que dar la vuelta y coger la vía de servicio que va paralela a la autovía A-66.

Para entonces ya hemos hecho buenas migas con Miguel Ángel y nos damos cuenta de que no oye bien. Preguntado por Andrés, confiesa que tiene una pérdida irreversible de audición de un 50 %. A partir de ahí, aunque no se lo decimos directamente, cada vez que nos referimos a él lo hacemos (de forma cariñosa, por supuesto) con el nombre de “El sordera de Jaén”, un apelativo que suena a cantaor flamenco de los buenos.

Con un sol de justicia cayendo sobre nuestras espaldas, seguimos pedaleando por la llanura salmantina y decidimos pararnos a comer en Gijuelo, un pueblo famoso por sus mujeres…y por sus jamones. En la terraza de un bar de las afueras pedimos unas bebidas y sacamos las viandas que llevamos consigo, a base de chorizo, queso, paté y latas de conserva. “El sordera de Jaén” se levanta a por una Coca-cola y le digo que me traiga un palillo de dientes. Cuando vuelve y le pido el mondadientes, me dice que se le ha olvidado. Como solo ha bastado una jornada de pedalear juntos para coger confianza, le espeto a quemarropa: “¡Que se te han olvidado! ¡Pues sal zumbando a por ellos, anda!” Se levanta sin rechistar y vuelve con los palillos, entre las risas de todo el grupo, él mismo incluido.

A las cuatro de la tarde reanudamos la marcha. Nos quedan por recorrer unos cuarenta kilómetros y el viento sopla de frente. Pasando por la población de Freno Alhóndiga noto una evidente pérdida de presión en mi rueda trasera, y enseguida se confirman los peores presagios: un pinchazo. Verifico la rueda y veo con sorpresa que el culpable ha sido un maldito abreojos. Me pregunto cómo puede ser posible que haya abreojos en mitad de una carretera, al tiempo que juro en arameo. Domingo, siempre prudente, tranquilo y mesurado, me pide calma diciendo: “No pasa nada, son gajes del oficio de peregrino, que también tiene momentos de ingratitud”. En un ambiente que se vuelve distendido, arreglamos el pinchazo riéndonos entre cuesco y cuesco que nos jarreamos Andrés, Domingo y yo. Antes de partir de nuevo nos tomamos un café en un bar cercano, donde departimos con los parroquianos.

Nada más arrancar de nuevo subimos un largo repecho, y pronto divisamos en lontananza la ciudad del Tormes. Andrés llama al albergue para saber si quedan plazas libres, y para que nos indiquen cómo llegar. Pasamos no sé cuántas rotondas, cruzamos el río, preguntamos a varios transeúntes y al final encontramos el camino, marcado con la concha del peregrino en mitad de la calzada. El albergue de peregrinos llamado Casa de la Calera, está enclavado en el casco antiguo de la ciudad a pocos metros de la catedral; se trata de un edificio con solera y magníficamente adecuado a su entorno. Tocamos el timbre de la entrada y sale a abrirnos el hospitalero, un hombre amable y diligente que enseguida nos indica dónde dejar las bicicletas y nos solicita el carnet de identidad para formalizar las credenciales. Vemos varias bicis de otros compañeros que nos han precedido y elegimos una habitación con cuatro literas, donde no hay nadie alojado.

Son más de las seis de la tarde y toca una ducha reparadora, tras una larga jornada de ciento setenta kilómetros que nos han dejado bastante maltrechos físicamente. Aún así, no podemos dejar pasar la ocasión de darnos un garbeo por ésta maravillosa ciudad de Salamanca.

Al salir del albergue visitamos el huerto de Calixto y Melibea (los protagonistas de la tragicomedia de Fernando de Rojas, La Celestina), un jardín botánico situado sobre la antigua muralla de Salamanca, observado por el Tormes y la catedral, fieles y silenciosos visionarios del amor. El huerto te transporta a la época medieval y en su pozo, plagado de candados, piden las parejas deseos de amor eterno, antes de perderse en sus recónditas estancias, portadoras de intimidad y silencio.

Deambulamos por el casco antiguo (catedral, Plaza Mayor) entre un hormiguero de gente paseando o sentada en las terrazas, que nos hacen dudar por un momento de la verosimilitud de la crisis y nos hace olvidar la continua subida de la maldita y sempiterna “prima de riesgo”.

Cuando nos cruzamos con alguna muchacha bonita, Andrés exclama: “Ai se eu te pego”, expresión que se contagia a los demás y que se convierte durante todo el Camino en nuestro slogan y santo y seña predilecto.

Como el peregrino que reposa en albergues tiene por norma (y obligación) acostarse como las gallinas, buscamos un lugar para cenar y, de paso, ver el partido que enfrenta a España con Grecia en la final del Campeonato de Europa Sub19. Disfrutamos tanto de la comida como del partido (ganamos 1-0) y nos retiramos a descansar, que mañana también hemos de levantarnos con las gallinas y seguir pasando cuentas de nuestro particular rosario que es esta aventura del Camino de Santiago.



3ª ETAPA SALAMANCA-TÁBARA 16-7-2012 130 KMS.

Un sonido extraño me despierta y miro la hora en el móvil: son las seis de la mañana y aún falta media hora para levantarnos. Levanto la gaita y veo en la penumbra a Domingo sentado en la cama; está maniobrando con una bolsa de plástico y de ahí proviene el extraño ruido que me desvela. Tumbado en la cama bocarriba con las manos entrelazadas en la nuca, hago mentalmente un repaso de lo que llevamos recorrido y de lo que nos queda, sobre todo de la etapa de hoy. El peregrino que llevo dentro no ha dormido nada bien, en parte porque Andrés ha vuelto a darnos un recital de ronquidos, arte del que demuestra ser un virtuoso.

Ya con la luz encendida vistiéndonos y haciendo los preparativos, comentamos sobre el exceso de equipaje que traemos. Con pretendido sarcasmo, aviso a los demás de que tengan cuidado de no olvidarse nada, sobre todo la esterilla, uno de los varios enseres inútiles que llevamos consigo. Bromeo con Domingo sobre su singular manera de despertarnos con la dichosa bolsa de plástico, y le conmino con cierto retintín para que pruebe a hacerlo mañana royendo, además, unas cortezas crujientes.

Antes de salir tomamos en el albergue un café con galletas, gentileza de un matrimonio de estadounidenses; al parecer, el desayuno ha sido donado por no sé qué congregación religiosa de su país.

En la puerta del albergue nos tiramos una foto con los guiris y partimos, buscando de nuevo la carretera N-630. Nos equivocamos de ruta y tenemos que dar la vuelta, hasta dar con la dirección correcta por el campo de fútbol El Helmántico.

La mañana es luminosa y una ligera brisa nos sopla en la cara, mientras cruzamos por un terreno ondulado. A izquierda y derecha se extienden inmensos campos de cereal, cosechados o a punto de hacerlo; pareciera como si Salamanca y Zamora fueran los graneros de España. A lo lejos, en cada cumbre, se ven decenas de parques eólicos generando energía con sus peculiares aspas girando, movidas por el viento.

Nos paramos a desayunar en un bar de la población de Calzada de Valdunciel, donde nos llegamos a ver una fuente abovedada que data de la época romana. Más adelante nos salimos de la ruta a la derecha para visitar el “Castillo del Buen Amor”. El “Sordera de Jaén”, que va unos metros por delante, no oye nuestras insistentes voces y Andrés detiene a un automovilista para que le diga que de la vuelta. Apenas a un par de kilómetros divisamos el castillo de Villanueva del Cañedo, también conocido como “Castillo del Buen Amor”, al parecer, por los amoríos que vivió en él un tal obispo, llamado Fonseca, con su amante. La fortaleza, de estilo renacentista y construida en el siglo XV, y que fue declarada Monumento Nacional en 1931, se encuentra en un terreno llano y está rodeada por un profundo foso, a modo de defensa. Tras ser restaurada en 1958, hoy es un hotel con cuarenta habitaciones de lujo, frecuentada especialmente por parejas de enamorados.

Al llegar, la recepcionista se muestra muy amable y nos comenta que para ser visitado el castillo hay que abonar una entrada, menos “los lunes por la mañana”; nos decimos al unísono: “Coño, pues hemos caído de pie”. Recorremos entre foto y foto los deslumbrantes pasillos, las almenas, el patio central y las caballerizas, reconvertidas en un lujoso comedor, entre sirvientas y limpiadoras que se muestran amables…y un tanto extrañadas por nuestra presencia. Nos sellan las credenciales al salir y antes de abandonar el lugar vemos un jardín con los típicos pasillos a modo de laberinto; pero no nos atrevemos a aventurarnos, no vayamos a perder toda la mañana buscando a Andrés, que tiene acreditada fama de despistado y perdulario.

De nuevo en la carretera, pronto nos adentramos en tierras zamoranas. Cruzamos las poblaciones de Cubos, Corrales y Morales, todas con el apelativo “de los Vinos” pero, incomprensiblemente, no vemos ni un majuelo por ningún lado; solo cereales y algunos campos de maíz y de girasol. Al copar un repecho de la carretera, vemos la ciudad de Zamora a lo lejos. Pronto llegamos a sus puertas y lo hacemos atravesando el majestuoso río Duero por el puente denominado “De los tres árboles”. Cruzamos varias rotondas y nos adentramos en el casco histórico, sorteando transeúntes por una abarrotada calle peatonal hasta llegar a la Plaza Mayor, presidida por la iglesia de San Juan Bautista, o de Puerta Nueva. Nos tiramos unas fotos delante de una escultura llamada “El Merlú”, alegórica a la famosa Semana Santa zamorana, y nos sentamos en una terraza a refrescar el gaznate con una cerveza bien fría. Pasan tres ciclistas en peregrinación a Santiago, como nosotros, y charlo un momento con ellos. Dicen ser catalanes y se sorprenden mucho cuando les digo los kilómetros que venimos haciendo en cada jornada. Uno de ellos me llama la atención por la particularidad del maletero que arrastra detrás, como si fuera un carrillo. Comento que debe ser muy funcional y Domingo muestra sus dudas al respecto.

Buscando la salida repartimos varios “Ai se eu te pego” entre las muchachas bonitas, mientras Domingo se emplea con su recurrente cantinela favorita, preguntando por doquier: “Oiga, ¿vamos bien para Albacete?” En un supermercado de las afueras reponemos la despensa con comida para merendar más adelante. Pedaleamos durante una hora más y en la terraza de un bar de la localidad de Montamarta decidimos detenernos a comer. Entablamos conversación con un grupo de hombres y enseguida nos percatamos, por su forma de hablar, que andamos muy cerca de ser paisanos. Hechas las debidas preguntas de rigor, dicen ser de Orellana la Vieja y andan por aquí trabajando en las obras del tren de alta velocidad.

Comemos con avidez, como solo lo hacen los peregrinos que llevan casi cien kilómetros de pedaleo a sus espaldas. En un momento dado se levanta el “Sordera de Jaén” no sé a qué y le digo que me traiga, por favor, los palillos de dientes. Cuando regresa al rato, veo que ha vuelto a tropezar de nuevo en la misma piedra de ayer. Pero en ésta ocasión es él quien dice, sumiso: “¿Voy zumbando a por ellos, no?” La risa es general mientras le espeto: “¡Anda cojones, tú verás!”

Arrancamos nuevamente y a los pocos kilómetros llega el momento de separarnos del compañero de Jaén. Él continúa por la carretera N-630 hasta Benavente para enlazar con el Camino Francés, y nosotros torcemos a la izquierda por la N-631 y “empalmamos” (aunque Andrés nos tenga prohibida esta definición) con el denominado Camino Sanabrés. Tanto él como nosotros tenemos pensado llegar a Santiago el viernes, por lo que le da el número de móvil a José Ángel para ver si coincidimos.

Nuestra nueva carretera tiene bastante tráfico y carece de arcén, por lo que extremamos las precauciones pedaleando en fila india. Cruzamos la cola del pantano de Rocobayo sobre el río Esla por un paraje semidesértico poblado de arbustos. Nos detenemos un momento para llamar al albergue de Tábara, lugar donde tenemos pensado poner fin a la etapa, y nos dicen que tenemos que recoger la llave en el estanco que hay junto a la iglesia.

Alrededor de las cinco de la tarde llegamos a la villa de Tábara, cuna de León Felipe. En una plazuela vemos un busto inmortalizando al egregio poeta y republicano. Siguiendo las indicaciones de los paisanos llegamos al albergue, una construcción nueva que se encuentra alejada unos quinientos metros del casco urbano. La estancia está muy bien acondicionada y cuenta con un comedor, ducha, baños y un dormitorio tipo compañía con no menos de treinta plazas dispuestas en literas. Está ocupado por tan solo tres peregrinos de procedencia tan extraña como dispar. A saber: una húngara cuarentona y corpulenta que mide más de uno ochenta; un danés que debe frisar los sesenta años y que parlotea nuestro idioma con bastante fluidez, y un catalán en la cincuentena que enseguida se muestra parlanchín, tirando a fresco; tanto que Domingo tiene que “pararle los pies” en un momento dado, para que la conversación no pase a mayores y tengamos la fiesta en paz. Tampoco falta en el gremio de los peregrinos alguno que no sabe comportarse correctamente.

Tras asearnos y lavar la ropa nos tumbamos a relajarnos y descansar un rato, hasta que sobre las siete nos bajamos al pueblo a dar una vuelta, tomar algo y cenar. Bebiéndonos unas cervezas, conversamos con un hombre con muletas que dice ser de Torremocha, aunque se fue de joven al País Vasco y ahora está esperando a operarse de las rodillas y vive en este pueblo, de donde es su mujer.

En el hotel El Roble, Domingo y yo cenamos de primero unos frijones riquísimos que pueden barruntar “ruidos nocturnos”. Al anochecer estamos de vuelta en el albergue, donde charlamos un rato con el danés y con el catalán, que parece haber tomado buena nota del rapapolvo de Domingo. Bromeando sobre las alubias, el de Cataluña dice que las ha comido también al mediodía, y que cuando volvía al albergue venía tirándose peos a cada paso, e imita con la boca el ruido mientras anda: “Pun, pun, purrún…”. Apenas ha terminado su imitación, noto un ruido premonitorio en el vientre y, flexionando las piernas, me tiro un gran cuesco que suena en la estancia como un trallazo (para frescos, nosotros). La carcajada es general mientras le digo: “O sea, que no eran como éste, no”.

Aunque el cansancio de días anteriores parece haber remitido, nos acostamos oyendo las campanadas del reloj de la iglesia, que avisa de que son las once, una hora un tanto intempestiva para que los peregrinos se vayan a dormir. A éste peregrino que escribe, le brearon a picotazos en la cama no sé qué insectos (¿este pueblo es Tábara o tabarro?). Se desveló y oyó las campanadas de “las doce y la una, las dos y las tres…”, como dice Sabina,…y los ronquidos de Andrés.





4ª ETAPA TÁBARA-PUEBLA DE SANABRIA 17-7-2012 115 KMS.

Cuando a las seis y media nos levantamos, ya se han ido los peregrinos caminantes; nosotros lo hacemos sobre las siete de la mañana. Yo amanezco con ronchas en la espalda y las piernas y José Ángel con una ronquera que apenas se le oye.

En principio tenemos la intención de desayunar antes de salir del pueblo, pero al final decidimos arrancar y hacerlo en el primer bar que veamos abierto. En Ferreras de Abajo vemos uno con toda la pinta de estar cerrado y Domingo y yo, que vamos delante, seguimos adelante. Sin embargo, Andrés y José Ángel se detienen a llamar y les abren. Andrés llama a Domingo pero no le coge el teléfono, porque lo tiene en silencio desde anoche. El malentendido está servido: Domingo y yo seguimos, mientras que los otros dos desayunan en el bar. En una gasolinera de la población Otero de Bodas nos paramos a almorzar. Haciendo cábalas sobre la posibilidad de que los otros tengan algún problema al tardar tanto, llega un guardia forestal en su todoterreno, al que le ha parado Andrés, y nos pone al corriente de la situación.

Entablamos conversación con el camarero y con el guardia forestal, informándoles de nuestra intención de detenernos en Puebla de Sanabria, para ir a visitar el Parque Natural y el Lago de Sanabria. No sé cómo sale a colación el tema de una presa que se rompió y arrasó todo un pueblo. El camarero comenta una peculiaridad sobre la fecha en que ocurrió la desgracia, de la que algunos conservan el periódico del día; fue el día nueve de Enero de 1959 y la efemérides del desastre coincidió con el día en que triunfó la Revolución cubana, con Fidel Castro entrando en La Habana.

Finalmente reunidos, seguimos ruta por un terreno casi llano poblado de castaños y robles. Pronto arribamos a un cruce donde termina la N-631 y giramos a la izquierda, tomando la N-525. En apenas media hora llegamos a Mombuey y nos detenemos a contemplar la iglesia de Santa María, un templo de estilo románico declarado Monumento Histórico-artístico en el año 1931, cuyo mayor interés lo constituye la original torre de planta rectangular construida con piedra arenisca verdosa, labrada en pequeños sillares.

Una mujer nos interpela desde un balcón con la amabilidad que caracteriza a estas gentes. Domingo comenta que la señora da cierto aire a nuestra paisana “señá” Lidia, la madre de Villarino, y se lo hace saber, además de tirarle una foto.

Pronto pasamos por las poblaciones de Asturianos y Palacios de Sanabria. Vemos un cartel que indica la ciudad portuguesa de Bragança a veinticinco kilómetros, por lo que deducimos que las sierras que se ven hacia la izquierda pertenecen a la parte septentrional de Portugal.

A la entrada de Puebla de Sanabria saludamos a una peregrina con el consabido saludo de “buen camino”. Al dar la vuelta a una rotonda, Andrés ve que la mujer se ha caído en la cuneta y todos volvemos para socorrerla. Cuando la levantamos y le quitamos la mochila, la mujer está mareada y vemos que se ha hecho una herida en el pómulo, aunque no se han roto las gafas que lleva. Nos dice que es de Zaragoza y que se llama Nandi Tamudo; tenía la intención de detenerse a conocer la ciudad y continuar para hacer noche en Requejo, pero debido al percance se va a quedar aquí. Entretanto, llega una unidad de la Guardia Civil y se la llevan al centro de salud.

Llegamos al albergue llamado Casa Luz sobre la una, tras haber recorrido setenta kilómetros. En nuestra “hoja de ruta” está el hacer noche aquí y llegarnos a visitar el Lago de Sanabria, que se encuentra a unos veinte kilómetros hacia el norte. El hospitalero nos da aposento en una habitación con cuatro plazas, nos enseña cada dependencia y nos cobra los diez euros por cabeza que cuesta el hospedaje. Compramos viandas para comer y partimos hacia el lago con las bicis libres de la carga de equipajes. Nos adentramos en el Parque Natural por una carretera estrecha y sinuosa, que discurre junto al río Tera por un paraje de una exuberante vegetación. Cruzamos un par de aldeas y, más adelante, llegamos al Lago de Sanabria; se trata del mayor lago de origen glacial de la península y ocupa más de trescientas hectáreas, con una profundidad de cincuenta metros. Bordeando el lago, pasamos por pequeñas playas pobladas de bañistas hasta llegar a Ribadelago, donde termina la carretera. Nos detenemos en un monumento en memoria a las ciento cuarenta y cuatro víctimas de la llamada “Catástrofe de Ribadelago”. Indagando en la trágica historia del accidente, averiguamos que se trató de la rotura de la presa Alto de Tera; en la actualidad se encuentra tal y como quedó cuando se rompió. Al parecer, la construcción tenía graves deficiencias de origen, y en la noche del nueve de Enero de 1959 se rompió, liberando ocho hectómetros cúbicos de agua que descendieron por la garganta, arrasando el pueblo en pocos minutos. Tan solo fueron recuperados veintiocho cuerpos y nunca se depuraron responsabilidades sobre los culpables del accidente, cuyo alcance fue minimizado mediáticamente por las autoridades del momento. Justo al lado de Ribadelago Viejo, el que fue arrasado, construyeron Ribadelago Nuevo. Al parecer, este pueblo se edificó siguiendo la planificación de los poblados del Plan Badajoz.

Un centenar de metros más adelante nos paramos en un remanso del río para comer. El lugar es de ensueño, con un pequeño quiosco y solo unas pocas personas en la orilla. Antes de comer nos damos un baño en las aguas más frías que recuerdo; tanto que Andrés, nada más zambullirse, sale casi sin respiración con la cara congestionada, a punto de darle un síncope. Con unas cervezas que compramos en el quiosco nos sentamos a comer (para una vez que nos vendrían bien las esterillas no las llevamos. ¡Qué casualidad!), e invitamos a tomar un pincho a un par de muchachas que están justo al lado, y que agradecen nuestra invitación. Hablando con el dueño del quiosco nos enteramos que es uno de los pocos supervivientes de la catástrofe. Nos cuenta que tenía dieciséis años cuando ocurrió, y que se salvó porque delante de su casa había una especie de muro que hizo de parapeto. Domingo le sigue preguntando sobre otros pormenores y, en un momento dado, el buen hombre tuerce el gesto, emocionado, incapaz de seguir con el relato.

Domingo y Andrés quieren irse al albergue a acostarse a siesta, y José Ángel y yo decidimos aventurarnos andando por un sendero en dirección al Cañón del Tera, donde se encuentra la presa rota. Tras más de media hora subiendo por una estrecha garganta, nos cruzamos con un grupo de senderistas. Les preguntamos si queda lejos la presa y dicen que a unas dos horas, así que decidimos volver sobre nuestros pasos, darnos un último chapuzón, coger las bicis y regresar al albergue. De vuelta nos detenemos en una playa porque José Ángel tiene ganas de cagar; no ha ido al váter en los tres primeros días y hoy ya ha ido cuatro veces: parece que ha roto en cagalera. Mientras caga, espero en la orilla contemplando el lago…y admirando de reojo y con disimulo las tetas de dos mozas tomando el sol.

Ya en el albergue, encontramos a Domingo anotando algo en una libretilla; el tesorero y contable es tan meticuloso que va apuntando todos los gastos de forma detallada. El albergue está ocupado por Nandy Tamudo, la zaragozana del porrazo, que luce un apósito pero está bien; dos sevillanos; tres finlandeses y un alemán que, según Andrés, es el vivo retrato del abuelo de Heidi. Tiene el teutón una luenga barba blanca y unos pelos largos, canos y desgreñados, y está curándose una ampolla en la planta del pie, tan grande como una rodaja de mortadela (lo siento, pero no se me ocurre una comparación más parecida).

Salimos a dar una vuelta por el patrimonio monumental de la ciudad, declarado Conjunto Histórico-artístico, donde destaca el castillo de los condes de Benavente, la iglesia de Nuestra Señora del Azogue, patrona de Puebla, la ermita de San Cayetano o el convento de San Francisco. Deambulando por el casco antiguo, Domingo se encuentra unas gafas de sol que le sirven para reponer las que se rompieron. Nos cruzamos con una muchacha de las que quitan el hipo. Andrés le tira una foto y la cataloga como la mejor “Ai se eu te pego” que hemos visto hasta el momento, apreciación que corroboramos unánimemente. Sobre las nueve entramos a cenar en un bar junto al albergue, que ya teníamos echado el ojo. Llegan también a comer los finlandeses y los sevillanos. Saludamos a los últimos al salir, y uno de ellos comenta que se va a acostar pronto porque mañana hay que levantarse temprano, ducharse y cagar, antes de ponerse a caminar. Oyéndole, le espeto: “Pues nosotros también nos levantaremos temprano, pero pasaremos directamente a cagar antes de salir”. Ríe abiertamente mi ocurrencia y hasta se levanta y me choca la mano.

Llegamos al albergue antes de la hora de cierre (las 10:30 horas) y pronto nos metemos en la cama. Estamos solos los cuatro en una habitación y los dos más jóvenes han tenido la deferencia (a la fuerza) de cedernos a los mayores la litera de abajo. Tumbado en la cama, esperando conciliar un sueño que se hace de rogar, hago balance de los cuatro días de camino y concluyo en valorarlos como absolutamente satisfactorios y placenteros.







5ª ETAPA PUEBLA DE SANABRIA-VERIN 18-7-2012 105 KMS.

Nos levantamos como cada mañana a las seis y media. Ayer compramos leche y lo necesario para desayunar antes de salir, tal vez por lo que nos pasó por la mañana buscando un bar abierto. Así que sobre las siete arrancamos dispuestos a dar pedales con el estómago lleno.

Los diez kilómetros de llano hasta llegar a la población de Requejo nos vienen al pelo para calentar las piernas antes de atacar el puerto del Padornelo, cuyo nombre me recuerda a cuando oía de chico al “hombre del tiempo”, Mariano Medina, decir en el parte que era obligatorio transitar con cadenas en los puertos del “Padornelo y La Canda”. ¡Quién me iba a decir a mí que treinta años después los iba yo a subir en bici!

En la localidad de Padornelo vemos a una mujer con una herramienta al hombro parecida a una “cabaéra”, y Domingo le pregunta qué va a hacer. Con un hablar pausado contesta la campesina: “Voy a abrir el agua de la acequia, que con tanto calor se me van a secar les lechugues”. Reímos su característica dicción y le decimos que nos tire una foto antes de partir.

El ascenso al puerto rompe el grupo y Andrés y yo formamos el dúo de cabeza. Las rampas del puerto no son muy exigentes, aunque se mantiene un ascenso continuado de unos ocho kilómetros. Cuando llegamos arriba nos planteamos la disyuntiva de si esperar aquí a los rezagados, o hacerlo en la cumbre del otro puerto: el de La Canda. Creyendo que el siguiente puerto estaba inmediatamente después, seguimos adelante y ese fue nuestro error, ya que la subida a La Canda se encuentra a bastante distancia del primero. Resultado: en una bifurcación Domingo tiene dudas, se equivoca, piensa que los demás nos hemos equivocado, vuelve unos kilómetros para atrás… Al final logra contactar por teléfono con Andrés, que me da el móvil y le marco nuestra posición: “Hemos tomado el desvío a la derecha (de frente hay una señal que indica que la carretera se corta), hemos pasado los pueblos de Aciberes, Hedroso y Lubián; hemos pasado por el río Pedro y te estamos esperando en un puente del Tudela, en la carretera ZA-106”. Casi una hora después llega Domingo, que desaprueba nuestra decisión de no esperar en la cima del puerto. Entonamos el “mea culpa” por ello, y argumentamos que pensábamos que La Canda estaría más cerca. Tras tímidos dimes y diretes, finalmente queda zanjado el malentendido y seguimos camino, transitando paralelo (unas veces a la izquierda y otras a la derecha) de la Autovía de las Rías Baixas.

Atacamos el puerto de La Canda (más suave y corto que el de Padornelo) y, tras cruzar un túnel muy peligroso para los ciclistas por su absoluta falta de iluminación, dejamos atrás la provincia de Zamora y entramos en Orense. Nos detenemos a tomar algo en un bar (es una hora incierta y unos toman café y otros una Coca-cola) y en otra hora de pedaleo llegamos a la población de A Gudiña. Tal y como habíamos convenido, a partir de aquí dejamos la carretera y transitamos estrictamente por el Camino Sanabrés. Y es justo en éste momento cuando realmente da comienzo para mí el “Camino de Santiago”. Lo que nos queda por recorrer es otra historia, que no guarda ninguna relación con la anterior; no tiene por qué ser mejor ni peor (eso va en gustos), simplemente es absolutamente distinta.

Siguiendo las señales que indican el camino por las calles de A Gudiña, vemos una bifurcación que indica dos direcciones diferentes. Preguntamos a un parroquiano y nos dice que de aquí hasta Verín existen dos caminos, pero que la mayoría de los peregrinos eligen el que discurre por el monte, en detrimento al que va paralelo a la carretera N-525. Su mujer nos llena amablemente los bidones de agua fresca y nos tiramos una foto con ellos, antes de partir por el camino que escogen la mayoría de caminantes.

Nos retratamos en el primer hórreo que vemos, esas curiosas construcciones levantadas sobre pilares destinadas antaño a guardar el pienso para el ganado, alejado de la humedad. Tras un ascenso de dos o tres kilómetros las señales nos van guiando, siguiendo el camino por la cresta de las sierras. Unas veces por una estrecha carretera y otras por un simple sendero, nos deleitamos con la contemplación de la extensa panorámica que divisamos; a la izquierda se extienden otras cumbres lejanas y pronunciados barrancos, y a la derecha, en una profunda depresión, vemos el agua embalsada del río Camba.

En un tramo asfaltado se cruza una culebra y Domingo intenta pillarla con la rueda delantera. Pero en el último instante el reptil da un salto de un palmo, pasando entre los radios, y perdiéndose en la cuneta. Nos sorprendemos al verlo mientras pensamos, maravillados, en el desarrollado instinto de supervivencia que tienen los animales.

Pasamos por algunas aldeas diseminadas aquí y allá que no deben contar con más de cincuenta habitantes, incluyendo las vacas. En algunos tramos tenemos que echar pie a tierra por el mal estado del sendero; pero hasta ese hecho tiene su encanto, por lo que tiene de novedoso y de aventurero.

Más adelante iniciamos una bajada por una vereda escabrosa y pronunciada que nos hace extremar las precauciones, tirando de frenos. Nos acordamos de nuestros compañeros Perrigalgos, amantes de estos descensos, en la que nos parece “la madre de todas las bajadas” ¡Si la pilla Pablo ésta!

El sendero nos lleva a Campobecerros, por cuyas callejas se adentra el camino. Nos detenemos en el único bar, que también es comercio, de la aldea a bebernos unas cervezas y unos refrescos que necesitamos… y merecemos. La buena mujer que atiende el negocio nos saca unas tapas a base de embutidos y una exquisita caldereta de carne de caza, que dice ser muflón. Entablamos conversación con dos pintores que están merendando como reyes a nuestro lado. Son las dos y teníamos pensado detenernos a comer más adelante, pero viendo cómo se están poniendo de comer los profesionales de la brocha se nos abre el apetito. Domingo toma la iniciativa y le pregunta a la mujer si puede darnos de comer y nos dice que sí. Nos zampamos un buen plato de arroz con bacalao que está buenísimo, y todo por un precio tan razonable que Andrés propone dejar una propina, a lo que se niega Domingo, que se muestra contrario por sistema a dicha costumbre, aunque no a la del regateo; si escarbáramos en sus antepasados tal vez apareciera un moro entre sus ancestros.

Consultando el mapa antes de salir, se plantean dos posibilidades: seguir por el camino hasta Laza y retroceder hacia nuestro destino de hoy, Verín, o coger una carretera que nos lleva directamente a la ciudad orensana. Me ha enganchado tanto el camino que yo habría preferido la primera opción, pero al final se decide la segunda, que tampoco es manca. Con las fuerzas debidamente repuestas, la barriga llena y un calor asfixiante iniciamos la ascensión a la sierra de Capelada, un puerto bastante duro. Copamos el llamado Alto do Foxo de 1190 metros cada cual a su ritmo, como de costumbre, y nos sentamos en unos merenderos a la sombra a charlar un rato tranquilamente. Y es que, aunque nos quedan veinte kilómetros hasta Verín, son todos bajando, según nos informaron los pintores. Nos lanzamos cuesta abajo (también cada cual a su paso) y vemos que, en efecto, se trata de un larguísimo descenso de veinte kilómetros; en este caso pensamos que es nuestro compañero José Luis, entre otros, el que disfrutaría como un enano si le pillara.

Sin tan siquiera dar una pedalada, nos plantamos en Verín sobre las cinco. El albergue está situado en la famosa casa del Escudo o casa del Asistente, un hermoso edificio con un enorme escudo heráldico en la fachada. El edificio también hace las veces de oficina de turismo y sala de exposiciones, como demuestra El Cigarrón, una figura enmascarada muy típica de los famosos carnavales de esta villa, ante la que nos tiramos unas fotos. Al entrar en la sala-dormitorio, ocupada por quince o veinte literas dispuestas en dos hileras, sentimos una agradable sensación por lo fresquito que se está. En el ínterin llegan una pareja de peregrinos austriacos, que se descubren como unos enamorados de España y, en especial, de los distintos Caminos de Santiago, que han realizado hasta ocho veces, conociéndolos todos.

Después de una buena ducha estamos tan relajados que nos tumbamos a dormir la siesta más de una hora. A Andrés le mandamos, entre bromas, al otro extremo de la estancia (al córner) para librarnos de sus ronquidos, lo que hace con diplomática obediencia.

Poco antes de las ocho salimos a dar una vuelta y cenar. Nos paramos en una farmacia a comprar una pomada para los ronchones que me produjeron los malditos insectos en Tábara, y nos tomamos unas cervezas en una terraza en mitad de una plaza. Buscando un lugar donde cenar, nos ve pasar desde un bar el pintor que conocimos en Campobecerros y sale a saludarnos. Entramos con él y nos tomamos unas cañas y unos vinos juntos. Al final nos lleva a cenar a un restaurante que conoce, nos tomamos la “penúltima” y nos despedimos, informándole de la página de Internet donde puede consultar nuestra aventura.

A las diez y media estamos en el albergue, como manda su reglamento, y vemos que en nuestra ausencia ha llegado un grupo de portugueses que están haciendo el Camino Portugués, y han enlazado aquí con el Sanabrés. Pronto se apagan las luces y cada cual intenta conciliar el sueño, en espera de otro día donde beberse sorbo a sorbo las vivencias que depare el camino.



6ª ETAPA VERÍN-CEA 19-7-2012 100 KMS.

Cuando me despierto son las seis y veo en la semioscuridad a la pareja de austriacos salir, procurando hacer el menor ruido posible. El grupo de los portugueses también se está preparando con movimientos sigilosos, alumbrándose con pequeñas linternas. Descubro a Domingo maniobrando sentado en la cama, le doy los buenos días y le digo que, en vista de que ya todos nos estamos removiendo será mejor que encienda la luz.

La mañana es fresca cuando arrancamos al amanecer por una carretera estrecha que discurre entre una espesa arboleda, salpicada con pequeñas granjas aquí y allá. A la izquierda se levanta un barranco y en algunos claros del bosque se puede atisbar el castillo de Monterrey, recortado en su atalaya.

Cruzamos varias veces, corriendo de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, el río Támega y en apenas una hora llegamos a la población de Laza. Paramos a desayunar en un bar que se encuentra cerrado, pero como se oye música dentro, pegamos para que nos abran. Lo hace una chica portuguesa con cara de sueño. Y es que el bar resulta ser un pub que ha cerrado a las seis de la mañana y la muchacha está esperando como agua de Mayo a su compañero para relevarla. Domingo se adueña enseguida del retrete de caballeros para cagar pero “lo mío” no admite espera, así que entro en el otro, el de las “donas” (es muy improbable que ahora venga una de ellas a utilizarlo) y hago lo propio.

Nada más reanudar la marcha nos enfrentamos al ascenso llamado de Las Alberguerías. Como en Verín nos han desaconsejado subirlo en bici por el camino, lo hacemos por la carretera y pronto podemos comprobar que sus ocho kilómetros y sus rampas continuadas le hacen, tal vez, ser el puerto más duro de los que nos hemos encontrado hasta el momento. En esta ocasión Andrés imprime un ritmo muy exigente y decido descolgarme, por lo que todos subimos en solitario, cada cual a su paso.

En la primera indicación que marca el camino lo retomamos de nuevo, una vez superado el escollo del puerto. Alegres como colegiales, pedaleamos por caminos y senderos de cuento de hadas siguiendo las señales, bien marcadas con la típica concha y con flechas pintadas en amarillo. A cada momento recordamos a la mujer que ayer iba a regar “les lechugues” y hacemos comentarios, entre risas, imitando el acento gallego como Dios nos da a entender.

Nos cruzamos con un lugareño al que saludamos con nuestro conocido “¡Vamos allá!” Pero el paisano no debe entender esta expresión como saludo, porque nos contesta con un “Muy bien” que no viene al caso. Y es que estos gallegos parecen buena gente pero son raros como ellos solos, además de ambiguos; si les preguntas, por poner un caso, los kilómetros que quedan a cualquier sitio, siempre contestan de manera incierta. Y si quieres saber si quedan muchas subidas su respuesta en invariable: “Bueno…, ahora sube…, luego baja…”. En esto tienen razón porque aquí en Galicia la gente no viene o va, sino que sube o baja.

El camino discurre de forma sinuosa, pasando por pueblos y aldeas cuyos nombres no podemos retener en la memoria. Al pasar por uno de ellos, Domingo se arranca con otra de sus preguntas recurrentes y le dice a un paisano: “¿Que de dónde venimos? De Santa Amalia”. Sobre las once nos detenemos a comernos un tentempié. Como hasta ahora las esterillas que portamos han sido inútiles, nos paramos en mitad del camino a comer y las tendemos en el suelo, aunque solo sea porque no se diga…

En el camino se alternan tramos de asfalto, caminos de tierra o senderos, pero siempre con un denominador común: parajes boscosos de una belleza sin parangón, que son un verdadero deleite para los sentidos. En una bajada la bici de José Ángel hace un extraño y va a dar con los tocinos en el suelo, felizmente sin consecuencia alguna.

Andrés nos tira una foto con el móvil y se la manda por Whatsapp (y con guasa) a varios Perrigalgos, para que vean lo que se pierden. Otros compañeros (José Luis, El Yanqui, Javi…) llaman para interesarse por nuestra aventura y nos mandan recuerdos.

En nuestra “hoja de ruta” tenemos la previsión de poner fin a la etapa de hoy en Orense, pero como llegamos a la capital sobre las dos, consensuamos la decisión de avanzar hasta el próximo albergue, el de la localidad de Cea, sito unos veinte kilómetros más adelante. Cruzando Orense se nos pierden las indicaciones del camino y tenemos que preguntar a un transeúnte. Ya a las afueras, encontramos de nuevo las señales y decidimos detenernos a comer. Lo hacemos en el restaurante San Marcos, desde cuyo comedor se divisa una bonita panorámica de toda la ciudad, que se encuentra en una hondonada rodeada de montañas.

Antes de ponernos en marcha de nuevo, le preguntamos a dos comensales de al lado sobre si hay muchas subidas en el camino. Uno de ellos hace de cicerone y nos dice que tenemos que subir unos doscientos metros por una calle empedrada, y después todo llano. La calle empedrada resulta ser una calzada romana tan empinada que nos obliga a meter todo el desarrollo; y donde el menda calculó doscientos metros, se convierten por lo menos en dos kilómetros de una ascensión dura donde las haya. Cuando llegamos a la cima y nos detenemos para reagruparnos, nos cagamos a coro en todos los familiares, vivos y muertos, del tipo que nos “desinformó” tan torpemente… o con tan mala intención. ¡Donde quiera tuestan jabas!

El calor es sofocante y a cada rato tenemos que detenernos a reponer agua fresca en los bidones. Pedaleamos por veredas y caminos ondulados que nos obligan a aminorar la marcha. En un momento dado, siento un apretón y tengo que detenerme a cagar tras unos matorrales, mientras que el canalla de Andrés, cámara en ristre, intenta captar la instantánea. Al arrancar le recito a José Ángel aquella conocida copla popular que reza: “Una mierda en un camino se debe de respetar, que esa mierda representa que la cagó un peregrino, que si no caga revienta”.

A las seis de la tarde arribamos a la localidad de San Cristovo de Cea “cansados pero contentos”, como decía aquella sevillana. El albergue resulta ser un edificio de piedra con unas cincuenta plazas en la primera planta, de las que hay ocupadas más de la mitad (todas las camas de abajo de las literas). Nos recibe el hospitalero, un tipo de mediana edad, alto, delgado…y sordo, a juzgar por los audífonos camuflados detrás de sus orejas.

Hay muchos peregrinos descansando tumbados cuando entramos en el dormitorio, tipo compañía, a dejar el equipaje y elegir camastro. Entablamos conversación con una pareja de alemanes; ella tiene un brazo vendado y en cabestrillo, y comenta que el primer día del camino se cayó y se lo rompió. ¡Qué poca protección le ha prestado el apóstol a esta pobre peregrina! Conocemos a unos paisanos que resultan ser de Villalba de los Barros. Son un hombre rondando los cincuenta, que va con su hija y el novio de ésta, y que han iniciado el camino hoy en Orense.

Tras ducharnos y descansar un rato aprovechamos para llamar a casa, antes de salir a dar una vuelta por el pueblo y cenar. Nos enteramos de que en esta pequeña población hay varias panaderías y que siguen haciendo el pan de manera artesanal, lo que le hace ser un alimento de gran valor gastronómico y cultural, catalogado con la distinción IGP (Indicación Geográfica Protegida).

Entramos en una tienda de carne y charcutería que se hace llamar Casa Pintarolo. El dependiente y su señora nos indican que si queremos también pueden darnos de comer, y dicho y hecho. La mujer nos saca de primero una olla de frijones para que nos sirvamos lo que queramos y de segundo carne o pescado, a elegir. En lo que respecta al pan tengo que decir que tendrá mucha distinción IGP y todo lo que quiera, pero donde se ponga el nuestro… ¡Dónde va a parar!

Estando comiendo llega un grupo que también se sientan a cenar. Conversando con ellos, dicen ser de Barbate y forman parte de una expedición de cincuenta y cuatro personas, que han venido en autobús y han iniciado el camino en el día de hoy; al parecer, el ayuntamiento les ha proporcionado alojamiento en unas dependencias del polideportivo municipal.

De regreso en el albergue el paisano de Villalba, junto con un grupo variopinto de peregrinos, nos invitan a tomar unos vinos. Domingo acepta y después nos confiesa que el tintorro le ha puesto un poco piripi. Pronto nos vamos a dormir, pero topamos con un imponderable de difícil solución. Al lado nuestro hay un tipo barrigón de cuya garganta sale un ruido tan infernal que no se puede definir como ronquidos, sino como lo siguiente. Es tan insufrible que a su alrededor se produce una desbandada general. Andrés, incapaz de tomar un poco de su “propia medicina”, va a acostarse a la planta de abajo en un sofá, junto con José Ángel; Domingo se pone los auriculares para oír “solo” la radio, y yo decido salirme fuera, a una terraza, y dormir metido en el saco al raso, contemplando el maravilloso espectáculo de los millones de estrellas que pueblan el firmamento.

A las dos de la madrugada me despierta un ruido de gente cantando a lo lejos; son el grupo que nos invitó al vino, que salieron a tomar unas copas y vienen, al parecer, un poco “perjudicados” cantando a coro “Asturias patria querida…”. ¡También se merecen los pobres peregrinos de vez en cuando una licencia, digo yo!



7ª ETAPA CEA-SANTIAGO DE COMPOSTELA 20-7-2012 100 KMS.

A las seis de la mañana el albergue se convierte en una especie de hormiguero, con una cuarentena de silentes peregrinos (los únicos ciclistas somos nosotros) trajinando arriba y abajo, preparando sus equipajes para iniciar la marcha. José Ángel nos comenta que se ha pasado toda la noche sin dormir con vómitos y diarrea, y que tiene muy mal cuerpo y una especie de nudo en la boca del estómago.

En el bar O Vaticano, que se encuentra en la plaza del pueblo, desayunamos antes de salir. El camarero nos comenta que los primeros veinte kilómetros pueden hacerse por dos itinerarios distintos, pero el más frecuentado es el que discurre por el monasterio de Oseira.

Cuando arrancamos son las siete y media. Al salir de la población vemos en el pabellón municipal el autobús de los gaditanos de Barbate, a los que pronto vamos adelantando en grupos dispersos. También vamos superando a otros caminantes que han pernoctado en el albergue; parece que ha habido unanimidad en elegir éste camino.

Se alternan tramos de asfalto con otros empedrados, en los que es necesario desmontar de las bicis. Iniciamos un descenso que se adentra en un frondoso valle y enseguida descubrimos el monasterio de Santa María la Real de Oseira; se trata del primer cenobio cisterciense se estas tierras, que fue ocupado por una colonia de monjes franceses enviados por San Bernardo. En el año 1835, como consecuencia de la desamortización de Mendizábal, los frailes dejaron el convento, que quedó abandonado y posteriormente expoliado. En la actualidad se halla ocupado por una docena de frailes que regentan la hospedería y el albergue de peregrinos. Nos detenemos unos momentos a contemplar la imponente estructura del monasterio, y nos tomamos un café en un pequeño bar anexo al conjunto monacal. La mujer que lo atiende nos dice que nada más salir por el camino, hay un tramo de un kilómetro imposible para las bicis, y nos aconseja evitarlo por un desvío que nos indica.

José Ángel sigue con el dolor abdominal y su cara cerúlea es fiel reflejo de su malestar. Al salir iniciamos una subida de un par de kilómetros y vemos que lo del muchacho es preocupante; enseguida se descuelga del grupo, incapaz de seguir el ritmo. Pronto volvemos a ver indicaciones y retomamos el camino. Nos adentramos en un sendero tan intrincado y estrecho que apenas podemos cruzarlo con las bicicletas de la mano. Más adelante pasamos por una granja, donde salen a recibirnos con ladridos amenazadores no menos de diez perros, algunos de ellos de esas razas llamadas peligrosas que impresiona con solo ver sus fauces.

Nos detenemos en un bar de una aldea a reponer Acuarius para José Ángel, que va superando la etapa a trancas y barrancas sin rechistar con una aptitud encomiable.

El camino se torna en un vericueto de giros a izquierda y derecha: es como una especie de puzle cuyas piezas tenemos que ir poniendo en cada cruce, en cada bifurcación. Aunque en general está bien señalizado, más de una vez tenemos que volver sobre nuestros pasos, al no darnos cuenta de alguna señal. En otra aldea nos confunde la posición equivocada de las conchas, cuyas puntas deben señalar la dirección a seguir. En un descenso en mal estado con piedras sueltas pincha Andrés y nos detenemos a arreglarlo entre un frondoso bosque de robles, con unos helechos que sobrepasan nuestras cabezas. Para entonces José Ángel muestra una notable mejoría y su cara ya no parece la de un muerto; los plátanos y el Acuarius (¡se ha bebido ya cinco litros!) están siendo la panacea.

El paisaje se vuelve más abierto y menos quebrado, con tierras de labor sembradas de maíz y patatas, principalmente. Nos detenemos en un pueblo a reponer agua, donde un lugareño enseguida se muestra muy amable y nos llena las botellas. El hombre está comprando helados a uno que lleva un camioncillo, y el vendedor ambulante nos ofrece un helado a cada uno. Sirva este detalle como botón de muestra de la hospitalidad y amabilidad que dispensan los gallegos a los peregrinos.

Hemos dejado atrás sin darnos cuenta las localidades de Lalín y Silleda. Pronto iniciamos un vertiginoso descenso por una estrecha pista de asfalto. Cruzamos el río Ulla por un precioso puente romano, encajonado en el fondo de un desfiladero entre una espesa vegetación. A la derecha vemos el impresionante viaducto por donde discurre la autovía.

Al poco llegamos a Ponte Ulla y nos paramos a comer en un restaurante a la entrada de la villa. Unos jóvenes y alegres peregrinos están en la entrada, esperando a que lleguen unos compañeros. Nos preguntan si los hemos visto y les decimos que sí, pero que tendrán que esperar bastante tiempo porque vienen muy atrás…y muy despacio. Y es que los “compañeros” resultan ser sus padres; es el tiempo, que es inexorable, no perdona y siempre pasa factura.

Estando merendando le suena el móvil a Domingo; es su hijo, Dominguito, que ha estado una semana de vacaciones en Cádiz y acaba de llegar al pueblo. Dice que va a comer algo y que enseguida sale para acá a por nosotros, en el furgón que hemos alquilado para ello. ¡Es La Máquina conduciendo!

Como antes de parar a comer lo hemos hecho bajando, cuando salimos de nuevo nos enfrentamos a una subida para salvar la hondonada por donde discurre el río Ulla. Preguntamos varias veces los kilómetros que nos quedan para llegar, pero las respuestas son poco precisas, cuando no contradictorias, en un ejemplo más de la ambigüedad con que se conducen estas gentes. Nuestra tensión… y cansancio van en aumento a medida que nos acercamos a la meta. La etapa va a rondar los cien kilómetros, por lo que nos alegramos sobremanera por la sabia decisión de ayer de no quedarnos en Orense y avanzar hasta Cea.

Entramos en una zona donde abundan las casas de campo, síntoma inequívoco de que estamos cerca. A las puertas de la ciudad el camino se torna en una calzada empedrada, jalonada de parrales a ambos lados. Transitando por esta zona con un firme irregular, noto que mi rueda trasera pierde presión. Me digo, incrédulo: “¡No puede ser, con lo poco que nos quedaba…!” Nos detenemos y tomamos la decisión de inflarla, a ver si logramos llegar. Ya en Santiago pasamos por la colegiata de Santa María de Sar, antes de entrar en el casco histórico por la única puerta medieval que se conserva en la ciudad, la de Mazarelos.

Finalmente desembocamos en la Plaza del Obradoiro, donde nos fundimos en un abrazo con la impresionante catedral de fondo. Allí nos espera el Zamorano y su mujer, que ha venido en una excursión, y como fue testigo de excepción hace una semana de nuestra salida, también ha querido serlo de nuestra llegada.

Fotos, parabienes, caras de satisfacción y una alegría inefable iluminan un momento especial para cualquier peregrino. Los motivos de esta alegría pueden variar dependiendo de cada cual, y van desde el espíritu aventurero, pasando por el de experimentar vivencias, disfrutar de la naturaleza, practicar tu deporte favorito, o el estrictamente religioso. Y el cómputo de todos ellos sería el súmmum, el éxtasis, el no va más.

Toca sellar las credenciales y recoger La Compostelana, aunque en un agnóstico como yo solo sea como un mero recuerdo; eso sí, indeleble. Aceptamos la oferta de una señora que ofrece pensión, y allí se dirigen con la bici de la mano los cuatro peregrinos, que en un instante han trocado sus nombres corrientes en favor de Dominicum, Petrium, Andreum y Josephum Angelum.

Tras una ducha que nos purifica cuerpo y alma, hacemos tiempo hasta que llegue “El Maqui” y después, A QUEMAR SANTIAGO, que nos lo hemos merecido.



Crónica de Pedro Carrasco Cuesta



P. D.: De interés para Los Perrigalgos. Al igual que los musulmanes han de peregrinar a La Meca al menos una vez en su vida, es altamente recomendable que todo buen aficionado al ciclismo lo haga en bicicleta a Santiago de Compostela. La experiencia es imborrable y altamente placentera y enriquecedora, se le mire por donde se le mire.

Saludos a todos los compañeros.

2 comentarios:

  1. una aventura de raza , en nuestro nombre daros nuesta mas sincera enhorabuena por haber completado la gesta . eche de menos alguna foto dado los paisajes tan maravillosos por los que ciclasteis.sois autenticos heroes..!!!

    ResponderEliminar
  2. La culpa del las fotos es mia pero despues de andar colocandolas al intentar subir la crónica me daba error, una verdadera pena de todas formas las intentare subir de nuevo, la verdad es que es una verdadera pena.

    ResponderEliminar