jueves, 16 de septiembre de 2010

DON QUIJOTE Y SANCHO PANZA CABALGAN DE NUEVO


(HISTORIA DE LAS AVENTURAS DE DOS INTRÉPIDOS PERRIGALGOS)

Florencio Benítez-Cano Benítez-Cano, a partir de ahora llamado Don Quijote.
Pedro Carrasco Cuesta, a partir de ahora llamado Sancho Panza.

En un lugar de Extremadura de cuyo nombre sí quiero acordarme, vive un caballero andante llamado Don Quijote. Frisa nuestro hidalgo la edad de 61 años y es de complexión recia, corto de estatura, grandes ojeras, propensión a la glotonería y gran madrugador. Ha desahuciado su secular Yelmo de Mambrino en favor de una gorra de visera, con la que se toca sin prevención de su integridad.

Su fiel escudero, compañero y confidente, Sancho Panza, ronda la cincuentena y es de altura regular, vientre que rola a prominente, igualmente amante del buen yantar y despejado de frente, que no de ideas. Cubre su testa con un casco amarrado al mentón por un barboquejo que le confiere un aspecto ridículo, a más de ordinario.

Saliéronse nuestros personajes de su lugar un Lunes 6 de Septiembre en busca de aventuras a lomos de sus monturas; han trocado el rocín flaco y el rucio por sendas bicicletas. Llévenles sus pasos hacia el norte con un pedaleo pausado, a más de constante. Pasada la ciudad de Cáceres, nuestras mercedes detuviéronse en una venta (gasolinera) a reponer fuerzas del condumio que portan en sus alforjas. De nuevo en camino, cruzando por los campos pardos de las llanuras cacereñas, el sol cae como plomo derretido y hace mella en el ánimo y el entendimiento de nuestros personajes.

Pronto avizoran las embalsadas aguas del Tajo, por la presa de Alcántara. En ese paraje adelantan a dos peregrinos que se descubren de tez pálida, propia de gente normanda, y hablar desconocido y extraño.
Una subida agotadora llévalos hasta Cañaveral, aldea que hayan sumida en la quietud propia de la hora de la siesta.

Rondan las 4 de la tarde cuando Don Quijote anuncia a su escudero la proximidad de una aldea llamada Grimaldo, donde parecióle conveniente hacer noche.

Llegáronse entrambos a una venta, a más de posada (albergue), regentados por Adela, una dama achaparrada, dadivosa y afable que saluda con encanto y efusión a Don Quijote, por reconocerlo de pretéritas y andantes aventuras. En unos desvencijados catres, caballero y escudero tendiéronse a dormir la siesta y dar apaciguamiento a su cordura y entendimiento. Un paseo reparador, platicando con los lugareños, valen de preámbulo a una cena que Adelita (si se fuera con otro…) sirvióles con cumplido primor y prestancia. Las viandas no las componen precisamente “duelos y quebrantos ni palominos de añadidura”, sino unos huevos fritos con patatas y carne que engullen con avidez, bien regados con vino.

El canto de los gallos despierta a nuestros personajes, que parten al alba en busca de nuevas y fantásticas aventuras, después de atiborrarse grandemente en una venta próxima (área de servicio) de tiernas magdalenas y magnifico café, como gusta decir a Don Quijote.

A poco rato de partir, Don Quijote paróse de repente y exclama, dando muestras de maravilla y contento: “La primera, Sancho”. Apeóse de su montura y recoge de la cuneta una tabla numerada de chapa; llevado de su locura, nuestro hidalgo gasta de peregrinas excentricidades, como la compulsiva colección de matrículas. De esta suerte, dejada atrás la villa de Plasencia, Don Quijote y Sancho son retenidos por las fuerzas del orden (guardias de tráfico), extrañados de las matriculas que luce nuestro hidalgo tras su montura. Hiciéronles las preceptivas pesquisas y requerimiento de identificación, y finalmente diéronles licencia y consentimiento para seguir con sus locas andanzas.

Con un cielo que tornábase panzaburra, dambos jinetes llegan prestos a la graciosa villa de Baños de Montemayor. Adelantóse Sancho a su amo en las empinadas subidas a Béjar y al puerto de La Vallejera, maravillándose nuestro andante caballero de que el asno de su escudero camine más liviano y ligero que su rocín, por flaco y famélico que se aparezca.

Esperóle Sancho a su señor en una venta (gasolinera) y, juntos de nuevo, parten para alcanzar la villa de Guijuelo, donde admiráronse con los aromas a chacina y el embriagante olor que emana de los perniles de los marranos, por los que es conocida en el orbe esta villa.

En prevención a que los negros nubarrones descarguen sobre sus espaldas, ponen espuelas a sus monturas para llegar prestos a la universitaria, a más de famosa, ciudad de Salamanca, sin acontecerles cosa que de contar fuere.


La jornada ha sido agotadora con nuestros personajes maltrechos tras recorrer más de 31 leguas (177Kms.). Llegados al albergue de peregrinos donde toman posada, Don Quijote y Sancho dejan sus monturas, trocándose de caballeros en infantes, y recorren las callejas entre la bulliciosa muchedumbre. Por una de ellas van a dar en una gran plaza. Entonces Don Quijote, mirando a su escudero díjole: “Con la catedral hemos topado, Sancho”.


Tras una cena nada frugal compuesta de viandas varias y cerveza, nuestros protagonistas se entregan a un sueño reparador en una estancia donde descansan y roncan otros andantes caballeros de nada parecido jaez.

Amanece cuando Don Quijote alerta a su escudero, para ir aparejando sus monturas y salir una jornada más a buscar nuevas y sin pares aventuras.




En lontananza columbran la magnífica villa de Alba de Tormes. Paróse Don Quijote al pie de la inacabada basílica de Santa Teresa a rendir cumplida plegaria a la santa, cuyo sepulcro se descubre en el apartado convento de La Anunciación.


Cruzando el río Tormes, a Sancho acúdenle a las mientes las obras del grande literato llamado Garcilaso de la Vega:

En la rivera verde y deleitosa del sacro Tormes,
dulce y claro río, donde hay una vega verde y espaciosa,
verde en el medio del invierno frío,
en el otoño verde y primavera,
verde en la fuerza del ardiente estío.


Descubre Don Quijote en la cumbre de la cercana serranía unos gigantes que mueven sus brazos. No son sino las torres de un parque eólico, con tres enormes aspas que giran movidas por el viento. Convencióle Sancho en esta ocasión a su amo, para que no les presentara batalla ni arremetiera con descomunal furia contra ellos.

Por la inmensa llanura castellano-leonesa (que no manchega) Don Quijote y Sancho apercibiéronse de la fecha (8 de Septiembre, día de Extremadura) y las musas acuden prestas a sus molleras, faltas de todo juicio. Y como por encantamiento, se ven entonando a coro con estridencia y desafinamiento:

Nuestras vooces se alzan,
nuestros pueeblos se llenan,
de bandeeras, de bandeeras,
verde, blanca y negra…

Llegáronse a la aldea de Horcajo Medianero, donde la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos y el murmurar de las fuentes, son musas fecundas que colman a nuestros personajes de maravilla y contento.

Enfrascóse Don Quijote contando a Sancho historias de luengas experiencias anteriores y temerosas aventuras, donde tentó a Dios acometiendo tan desaforados hechos. Así hilvanaba nuestro caballero historias amenas y sencillas, como divagaba por las lindes de la locura con derivaciones a la charlatanería. En este trance, Sancho ofrecía su ánima a quien quisiera llevársela, ante tal desaguisado.

Ascendían nuestros protagonistas una cuesta cuando Don Quijote, ahuecóse en su montura y tiróse sendos cuescos que dedicó a no sé qué profanas deidades. En ese menester Sancho tampoco le iba en zaga, y así soltaba sonoros eructos como estruendosos cuescos.

Llegados a la villa de Piedrahíta maravilláronse con la imponente sierra de Gredos, y con una suerte de enormes pájaros (parapentes y alas deltas) que volaban por sus cumbres y laderas.

A Don Quijote le suena el móvil; es su “fermosa” y discreta doncella, Dulcinea (Maruja), que saber quiere de las aventuras de su andante caballero. Teresa Panza (Amparo) hace lo propio con su marido, Sancho, y apremióle con súplicas para que no fie su suerte a la prometida ínsula de su amo y regrese presto a su hacienda.


El puerto de Villatoro les fatiga “agora”, en hora más propia para la siesta que para andar en peregrinas aventuras. Desde tan magnífica altura, divisan en lontananza la nunca antes vista por Sancho ciudad de Ávila. Llegados a ella, Don Quijote y su siervo se maravillan de tan encastillada ciudad y propusiéronse hacer noche en ella. El lugar de reposo resultó ser un albergue de peregrinos, donde nuestros personajes comparten posada con gente germana venida de la lejana Prusia.

En una venta próxima llamada La Edad Media, Don Quijote y Sancho se entregan a los “placeres de la carne” (en el buen sentido) dando cumplida cuenta de sendos chuletones de vaca avileña, una licencia nada común en el proceloso y nada mesurado mundo de la caballería andante, a decir de Don Quijote.

Sorprendióles de nuevo el alba a entrambos aventureros, apostados en una venta comiendo a dos carrillos churros que mojan en sendos cuencos de café.

A lomos de sus monturas van silenciosos y mohinos, cruzando campos y aldeas; ora se cruzan con pastores apacentando sus rebaños, ora saludan a lugareños, ya sean ancianos, bachilleres o damas de toda laya y condición.

Dependiendo por el lugar por donde cruzaren, a sus olfatos llegan toda suerte de olores: a vacas, a jamones que se curan en secaderos, a estiércol, a montuno de cabras, y hasta a cosa dulce que, levantando sus miradas, descubren como fábrica de chocolate llamada Elgorriaga.

En su constante deambular pronto arriban a Solosancho, aldea ésta que pareciera tomara nombre en memoria y honor de nuestro escudero. Más adelante llegáronse a la cristiana aldea de La Hija de Dios, donde principia la subida al muy importante puerto de Menga (que no ascienden con la minga precisamente), donde de nuevo Sancho adelantóse a su amo para esperarlo en la cumbre, por si hubiere de algún menester o contingencia.


Por angostos desfiladeros de empinadas y arboladas laderas, suben al muy digno de ensalzamiento puerto de El Pico, desde donde diríase que se contempla todo el orbe que Dios creara. Admiráronse de la sinuosidad de la carretera, así como de la empedrada calzada que hicieron gente romana en tiempos del gobierno de Adriano.

En la villa de Mombeltrán, presidida por un medieval castillo, Don Quijote y Sancho entregáronse a llenar sus panzas con viandas de las que se proveen en un ultramarinos, y que engullen con avidez sentados a las puertas del consistorio.

Dejáronse atrás la importante urbe de Arenas de San Pedro, enveredándose por lugares de ensoñación hasta la villa de Candeleda. En una mísera venta (quiosco) refrescan sus gargantas con unas cervezas y ensalzan la discreción y donosura de la Virgen de La Chilla, patrona “desta” villa.


Adentráronse de nuevo en Extremadura por los parajes sin par de La Vera, cuya primera aldea es Madrigal. Llegáronse a Losar, donde a Sancho parecióle cosa de encantamiento las imágenes y figuras recortadas con esmero en los setos, que más pareciera obra tocada por la divinidad que por hombre terreno, como no fuera el tal llamado Eduardo Manostijeras.


A la salida “desta” villa, admiráronse nuestras mercedes de la garganta llamada de Cuartos. Don Quijote díjole a su escudero en este trance: “Amigo Sancho, en este tan encantador lugar tengo la intención, para solaz de mis huesos, de dar reposo a mis maltrechos pies y mojarlos en sus cristalinas y frías aguas”.


Respondióle Sancho a su amo: “Apruebo su propósito, mi amo, más no me contentaré yo con solo humedecer mis pies sino que lo haré con todo mi cuerpo, si a bien lo tiene vuestra merced”.


Llegados a la villa de Jarandilla de la Vera, Don Quijote y Sancho determinan poner fin a la jornada y buscar aposento. Paráronse en el encastillado y majestuoso parador, donde el emperador Carlos detúvose una temporada, hasta ver culminados los preparativos para su ulterior retiro entre los monjes jerónimos del cercano monasterio de Yuste. Pero esos lujosos lugares no son menester ni posibles de caballeros andantes. Al fin, una casa prefabricada en el vecino camping La Jaranda, sirve de morada para dormir y reponerse de tan luenga jornada, donde han recorrido 27 leguas (150 Kms.) buscando aventuras por éstos caminos de Dios.

En una venta sita en la plaza de la villa, presidida por la iglesia-fortaleza de Santa María, Don Quijote y su escudero de dan a refrescar sus gaznates y a yantar. Ambos engullen con glotonería, si bien a Don Quijote, con desdeñoso desaliño, chorreábale la pringue por la boca sin poner remedio a tal desaguisado, aun a costa de los requerimientos de su escudero.

La quinta jornada de las andanzas de nuestros héroes, como es por costumbre en los andantes caballeros, inicióse con las primeras luces del alba. Presto dejan atrás la villa de Jaraíz y se adentran por las riveras fértiles del río Tiétar, cuya primera aldea es Tejada.

A la diestra mano admíranse de la alta serranía, en cuyas cumbres háyase la aldea, a más de puerto, de Piornal. A media jornada adentráronse nuestros caballeros por terreno llano, poblado de encinas y alcornoques, camino de la villa de Navalmoral, en la comarca llamada del Campo Arañuelo. En ella se abastecen de víveres que mercan en una tienda de ultramarinos, y que se zampan en un banco a la sombra, extramuros de la dicha villa.

Partieron de nuevo adentrándose “agora” en la muy desconocida para Sancho y agreste comarca de Los Ibores. En la aldea de Bohonal de Ibor, Don Quijote muestra síntomas de flaqueza y manda a Sancho a detenerse en una venta (gasolinera) a pedir de beber, que en muchos casos es de más necesidad que comer.


Pronto cruzan el río Tajo por el pantano de nombre Valdecañas, que se presenta harto mermado del elemento líquido, y ya divisan a lo lejos un luenga y grande cuesta, por la que han de subir, llamada por los lugareños La Cabrona. Sancho, que de nuevo adelantóse a su amo, pensó que quedóse corto quien bautizara la dicha cuesta con nombre tal. Prosiguió el escudero en soledad y en éstas se encuentra sendas matrículas que recoge, para gloria y contento de su amo. Y es que, cuando se anda en aventuras con un caballero andante como Don Quijote, córrese el riego cierto de aparecer tan loco como su amo.

En la aldea de Castañar de Ibor esperóle Sancho a su señor, que aparece contrahecho tras superar las últimas y muy grandes dificultades. Refrescáronse con holganza en una fuente y prosiguen camino hasta dar en la aldea de Navalvillar de Ibor, en la cual topan, en una venta, con un paisano que se maravilla de verles tan lejos de su lugar; el paisano llámase Israel, un jovenzuelo que está matrimoniado con una hija del compadre llamado tío Guinda.

De nuevo parten nuestros protagonistas con un sol de justicia, maravillándose ora de los picachos de la sin par serranía de Las Villuercas, ora de los barrancos y precipicios, poblados de olivos, en los que se descubren cabras monteses que huyen veloces al barrunto del paso de los caballeros.

Al doblar un recodo, avizoran en una hondonada la muy singular puebla y villa de Santa María de Guadalupe, patrona de las espaciosas y luengas tierras de la Extremadura, donde nuestros héroes tienen en la mente poner fin a su jornada.


Bajan una pendiente que les lleva a la plaza, donde se aparecen raudos, tirando de las riendas (frenos) a sus encabritadas monturas. En éstas, exclama Don Quijote: “No con la iglesia, más con el monasterio hemos topado, amigo Sancho”. Nuestro hidalgo caballero, removiendo Roma con Guadalupe (que no con Santiago), usa de su palabrería y habilidad para el encantamiento y hablóle al padre prior, Sebastián, de sus cuitas y malandanzas, y presto logra su propósito. Mandóles el clérigo a la posada de la “señá” Chencha, mujer de bondad sin par que, llegados nuestros protagonistas, atendióles a cuerpo de rey “desfaciéndose” en prebendas, a más de atenciones.

Para cenar llegáronse a una venta cercana, donde les ocurren cosas dignas de ser contadas con el ventero y sus hijos. A Sancho sonóle el móvil en ese ínterin; es otro andante caballero (Domingo) que salióse también de su lugar por otros pagos a buscar aventuras, y saber quiere de las acaecidas a nuestros protagonistas. Denantes, llamóle a Don Quijote otro aprendiz de la andante caballería (Javi) para saber sobre sus aventuras.

Entre dos luces, tras haber engullido churros en una venta de la monástica puebla de Guadalupe, Don Quijote y Sancho váyanse a recorrer la sexta y última de sus aventuras. Saludando a una ringlera de caminantes marianos en peregrinación, apuran el paso a sus monturas; quieren llegarse a su lugar en hora presta para la merienda.

Pasáronse de largo por la aldea de Cañamero y presto llegan a otra de nombre Logrosán. Cruzáronla por el centro, yendo a dar a la grande ermita donde se venera a la muy Santa Catalina.

Dejando atrás grandes encinares llegan a las presas de Ruecas y Cubilar, para enfilar por el canal de las dehesas, que cruza los campos yermos, hasta dar con tierra fértiles de riego en las aldeas de Los Guadalperales, Gargáligas, Valdivia y Hernán Cortés.

Y en hora cercana a la una y media, llegan a la villa de la Santa Amalia con las bolsas y las molleras vacías; las unas de viandas y maravedíes, y las otras de todo juicio y entendimiento.

Han recorrido nuestros héroes en seis largas jornadas de cabalgadura, la nada despreciable cantidad de 158 leguas (881 Kms.). Vuelven a sus hogares y haciendas hasta que, movidos por sus locuras, ensillen sus monturas de nuevo y den continuidad a sus andanzas, “desfaciendo” entuertos y agravios, bajo la égida y la comandancia del “hombre de la alegre figura”.

Y estas son las maravillas que os había de contar, y si no os lo han parecido, no sé otras.

Firmado: Pedro Sancho Carrasco Panza.

1 comentario:

  1. No sea Vos, tan humilde y modesto, pues mas bien dicho relato, firmado debía ser por el Ilustre Don Pedro Miguel de Cervantes Carrasco.

    Fabuloso. Espero ansioso la segunda parte de la Obra Cumbre de Nuestra Literatura.

    Juan Luis.

    ResponderEliminar