Fotos:
Hoy
tocaba ruta especial para salir un poco de la monotonía y del sopor estival. Y
es que nunca viene mal desviarse de vez en cuando de lo ordinario para conocer
un trozo inédito de nuestra tierra, sobre todo en estas fechas en las que
nuestros caminos y montes no presentan precisamente su mejor cara.
Quedamos
en el Paseo a las siete para irnos con los coches hasta la población de Zorita,
salida y meta de la etapa.
Al final la expedición queda conformada por
diecisiete componentes, tras la incorporación in extremis de Diego con su
flamante burra, que ha quedado bautizada como LA DORADA, y su compadre Alfonso,
que se desenredó pronto anoche del evento en el que estuvo, y decidió acompañarnos.
No
quisiera explayarme mucho y pasar de puntillas por lo acontecido en una ruta
donde acaso sea más preponderante el reportaje fotográfico con que, a buen
seguro, nos deleitará nuestro “álter ego”, Javielillo.
Tal
como estaba previsto, a las ocho iniciamos la ruta en una mañana fresca y
nublada, donde sobrevuela en el subconsciente la posibilidad de que llueva, tal
como vaticina el “hombre del tiempo”.
Cogemos
la carretera que va a Trujillo, pero a la altura de la ermita de Fuente Santa
la dejamos para tomar un camino que nos conduce a Conquista de la Sierra,
Localidad que encontramos semidormida y en la que tan solo vemos a un par de
mujeres que van dando su paseo matinal.
Por
una carretera sinuosa y solitaria, iniciamos un ascenso de varios kilómetros
que nos sacan del cuerpo el poco frío que pudiera quedar. Vemos a la izquierda
la sierra de Pedro Gómez (1004 metros) con su cima oculta por un manto de
niebla. Ante nuestros ojos cruza fugazmente un pájaro con un bello plumaje
amarillo que Pancho, más puesto en ornitología, identifica como oropéndola.
Cuando
terminamos de subir, nos desviamos por un camino en descenso y cruzamos un
vetusto puente sobre el arroyo Carrasquillo.
De nuevo en la carretera,
recorremos apenas tres kilómetros para arribar a Garciaz, una población que se
encuentra en un enclave privilegiado, con un microclima y unos paisajes
espectaculares.
En
la plaza, en cuyo centro se yergue un monolito que denominan “el royo” o “la
picota”, iniciamos la ruta propiamente dicha de diecisiete kilómetros, marcada
con señales blancas y amarillas, denominada ENTRE SIERRAS, ROBLES Y CASTAÑOS.
Nos
detenemos un momento junto a la monumental iglesia de Santiago, concretamente
en una casa solariega en cuya fachada se ve un retrato en azulejos en memoria
de Antonio Solís Ávila. En un minuto ilustro al grupo sobre un personaje que
pertenece al árbol genealógico de mi familia (era primo carnal de mi abuela
paterna, que era de aquí), que fue
pintor y un afamado y prestigioso dibujante del periódico ABC (tengo la suerte
de poseer un retrato a carboncillo de mi bisabuela, dibujado y firmado por mi
sobresaliente ancestro).
Salimos
del pueblo y empezamos a subir por un sendero entre paredes de piedra, y algún
pequeño huerto “robado” a regañadientes a la espesura del bosque. Siempre en
subida, ahora por un camino sinuoso, llegamos al pantano de Maruelos, precioso
enclave y punto donde nace el río Garciaz.
A
partir de ahí el bosque se torna más espeso y nos adentramos en un robledal
donde proliferan los helechos. Alguien manda parar para tomar una instantánea
del grupo al completo.
Pronto volvemos a detenernos, en esta ocasión con motivo
de introducirnos en la espesura de un castañar de cuento de hadas. Se agotan
los adjetivos para definir un paraje sin parangón de nuestra Extremadura. Y es
que somos unos privilegiados porque este lugar se encuentre a tiro de piedra de
nuestro pueblo y podamos visitarlo…y disfrutarlo.
Un
poco más adelante (parece que el personal se resiste a abandonar este lugar de
ensueño) nos volvemos a detener, en esta ocasión para que la mayoría se tire
una foto con un viejo castaño como telón de fondo.
Cuando
salimos del castañar, giramos bruscamente a la izquierda para enfilar el último
tramo de subida hasta nuestro objetivo. En ese momento ocurre el primer
contratiempo de la jornada en forma de pinchazo. Ha sido Pancho el
desafortunado en esta ocasión. Lo arreglamos en un santiamén mientras nos caen
unas gotas de agua, las únicas del día para nuestra suerte.
Superada
la contrariedad de un pinchazo que ocurrió en el peor momento, atacamos el
último repechón de apenas un kilómetro, pero con la friolera de un 17 % de
pendiente. Finalmente llegamos a la cima, quedando así hollada una nueva cumbre
por el pie de los Perrigalgos: el Pico Venero, con una altura de 1128 metros.
Pablo y Javielillo se encaraman en lo alto del vértice geodésico que adorna el
punto más elevado de esta espectacular cadena montañosa llamada Cabezas de
Águila, mientras el resto engulle un tentempié que merecidamente se había
ganado.
Aunque
el día no está lo diáfano que sería de desear, nos deleitamos con las
magníficas vistas que se avizoran hacia el sur. Logrosán a la izquierda, al
frente las presas de Ruecas y Cubilar, a la derecha la de Sierra brava, y al
fondo la sierra de Pela y el pantano de Orellana.
En
el vertiginoso descenso, donde algunos disfrutan como enanos, pinchamos Oscar y
yo. Los más temerarios (Pablo, el Chino y compañía) alcanzan velocidades
cercanas a los 80 km/h, mientras que los prudentes (¿o cagones?) miramos de
reojo las maravillosas panorámicas que se nos ofrecen a la derecha de las
Villuercas, donde destaca, entre brumas, la fortaleza de Cabañas del Castillo.
Dejamos
a la izquierda la ermita de la Concepción y llegamos de nuevo a Garciaz, que
parece despertar a tenor de los transeúntes que ahora se ven por las calles.
Desandamos unos kilómetros por la carretera y giramos a la izquierda,
adentrándonos por un camino que discurre ondulante entre encinas y robles,
donde se ven piaras de vacas acostadas rumiando apaciblemente.
A
estas alturas de la ruta algunos adivinaban al “tío de la marra” emboscado
entre los árboles y, efectivamente, hizo acto de presencia en una novedosa
modalidad que podríamos denominar como PETETAZO-CALAMBRAZO. Y es que el interfecto cayó a la cuneta a plomo
como un fardo. Fue Alfonso la presa propiciatoria que sufrió en sus carnes
(léase piernas) el feroz ataque del tío que, en esta ocasión, más parecía
portar guadaña que marra. El doliente se deja hacer “jondeao” en el camino y “enharinao”
como un pez, mientras que los galenos (Juanlu, Pablo y Javielillo) hacen su
labor, que no es sino la de intentar “dar cuerda” a unos músculos parados, con
las agujas marcando el kilómetro 58.


De
nuevo en marcha el camino se vuelve angosto y bacheado por momentos, hasta
llegar al Mirador de la Peña. Quedaba un último escollo por superar que era,
paradójicamente, un descenso. Pero no un descenso cualquiera, sino “la madre de
todos los descensos”. Tal es así que tan solo los intrépidos David Fuentes y,
¡cómo no!, Pablo, logran bajar sin apearse de sus monturas. Y es que, a más de
pedregoso, se trata de un camino con más de un 30% de desnivel, según marca el
cuentakilómetros de Javielillo.
Finalmente,
sanos y salvos, llegamos de nuevo a Zorita sobre la una del mediodía con la
satisfacción de haber consumado una etapa que podría entrar por derecho propio
en el “top ten” de las realizadas por los Perrigalgos.
Había
dicho más arriba que no quería extenderme mucho. Creo que al final “se me ha
ido la mano”, pero sé que gozo de vuestra condescendencia y comprensión y seguro
que sabréis disculparme.
Hasta
la próxima, “correliebres”.
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Crónica
de Pedro Carrasco Cuesta. |