Componentes
del grupo: Antonio Indias. Santi, Manuel del Río, el Chino, Juanma, Manolito,
José Luis, José Mari y Pedro Carrasco.
Como
el sábado me di una buena “jupa” de cien kilómetros, hoy domingo me decido
acompañar a los Perrigalgos, aunque ya sabéis que, ahora en verano, tengo un
pelín de fobia a salir tan tarde.
Sonando
las campanadas de las nueve en el reloj de la villa, llego al Paseo y tan solo
me encuentro con la mísera cantidad de “ocho Perrigalguitos, ocho”, como
rezaría un cartel taurino. Enseguida caigo en la cuenta de que hoy es la ruta
de Medellín, a la que se han apuntado varios compañeros. Entre los metelinenses
(ocho o diez, creo), los que están en la UCI (caso del Triki, que estuvo ayer
de boda), los de la fábrica de tomates (Tomás David y Liviano), los ociosos que
están de fin de semana en no sé qué casa de campo en Orellana (Diego, Alfonso,
Julio, Pedro Colore, Javielillo) y los de la enfermería (el Presi y el
Demontre), el caso es que hoy no llegamos ni a la decena. Vamos a tener que
acuñar una nueva acepción de aquel viejo y manido aserto y sentenciar en
adelante: “DIVIDE Y… PERDERAS”.
Tras
los saludos de rigor enseguida me proponen que elija una ruta. Y yo, bien
mandado que soy, me hago caso. Iluso de mí, que en ese momento no caí en la
cuenta que, con esa decisión, estaba adquiriendo muchas papeletas para hacer la
crónica. Echando un vistazo, calibro las capacidades del grupo y convengo: “Un
solo comedor de brevas (el Chino) y
ocho cabras cojas (eso sí, mientras
unas solo renquean, otras están cojas de cojones de dos extremidades, por lo
menos)”. Se me viene a las mientes una ruta híbrida entre camino y asfalto, que
no es muy dura y que ronda los 55 kilómetros, y me digo: “Eureka, vamos a Los
Canchales”. Y dicho y hecho.
Bajamos
por la calle de los Muertos y enseguida el primer despiste: los de cabeza, en
vez de cruzar la carretera y seguir de frente por el camino, tiran por la
carretera, lo que nos obliga a continuar hasta llegar al canal para girar a la derecha
hacia Plaza de Armas.
La
temperatura es ideal, la conversación amena y distendida, la compañía no tiene
precio, el campo huele de otra manera con las aguas caídas… ¿qué más se puede
pedir para pasar una buena mañana de ciclismo?
En
un momento dado José Luis suplanta las atribuciones de Javielillo y pronuncia
la frase fatídica: “Necesito un cronista”. Como movidos por un resorte, ocho
brazos se levantan al unísono. Sí, ya sé que no he logrado engañar a nadie. Lo
realmente cierto es que las gargantas enmudecen, y soy yo el que, prudente,
rompe el silencio para decir que si al final no sale ningún voluntario, yo me
encargaría. Para entonces ya sabía que había mercado el resto de papeletas para
cronista. Bueno, qué se le va hacer. Todo sea por la causa. Aunque tampoco
conviene apretar mucho el limón porque se corre el riesgo cierto de que, además
del zumo, salgan también los pipos.
A la altura de Valdehornillo giramos a la
izquierda y pronto estamos en Alonso de Ojeda, pueblo de Antonio Indias, que
hoy se incorpora de nuevo a la familia Perrigalguera. Ya en Miajadas, en la
rotonda frente al restaurante Triana, giramos a la izquierda. Algunos se
sorprenden pensando que iríamos hasta la cuesta La Degollá y cogeríamos por la
carretera de Robledillo. Tan solo Juanma y el Chino conocen la ruta que
seguimos. Pasamos por debajo de la autovía y pronto atacamos una subida que nos
adentra en Los Canchales. El camino se vuelve cada vez más angosto, hasta
convertirse en un sendero flanqueado por sendas paredes de piedra.
Llegamos a un camino trasversal y torcemos a la izquierda (en la otra ocasión que vinimos por aquí lo hicimos hacia la derecha), adentrándonos en un tramo de 4-5 kilómetros de camino y vereda inédito para los Perrigalgos; también un grupo compuesto en su mayoría por ciclistas de la “liga adelante” merecen descubrir terrenos ignotos, jamás hollados por las burras perrigalgueras.
El Chino, siempre temerario, cruza el primero un charco por el medio y se queda clavado en mitad de él, metiendo el pie en el agua, ante la hilaridad del resto. Un poco después José Luis y Santi rozan el costalazo. El último pudo tener consecuencias también para Antonio Indias, que iba un metro escaso detrás. Y es que una ley no escrita reza que a un ciclista siempre hay que dejarle un espacio, como mínimo, donde pueda caerse.
Llegamos a un camino trasversal y torcemos a la izquierda (en la otra ocasión que vinimos por aquí lo hicimos hacia la derecha), adentrándonos en un tramo de 4-5 kilómetros de camino y vereda inédito para los Perrigalgos; también un grupo compuesto en su mayoría por ciclistas de la “liga adelante” merecen descubrir terrenos ignotos, jamás hollados por las burras perrigalgueras.
El Chino, siempre temerario, cruza el primero un charco por el medio y se queda clavado en mitad de él, metiendo el pie en el agua, ante la hilaridad del resto. Un poco después José Luis y Santi rozan el costalazo. El último pudo tener consecuencias también para Antonio Indias, que iba un metro escaso detrás. Y es que una ley no escrita reza que a un ciclista siempre hay que dejarle un espacio, como mínimo, donde pueda caerse.
Desembocamos
en otro camino y nos detenemos para reagruparnos. Todos juntos de nuevo lo
cogemos hacia la derecha para, tras un descenso donde hay que tirar de técnica…y
prudencia, toparnos con el río Búrdalo y el conocido molino de Telesforo.
Teníamos la intención de llegarnos a la presa del Búrdalo, pero una valla en la recién asfaltada pista nos lo impide.
Así que decidimos meternos entre pecho y espalda el tentempié, retratarnos y
volver grupas a nuestras monturas para casa.
De
nuevo en marcha acondicionamos la velocidad de crucero a lo que puede dar de sí
Antonio Indias, que anda buscando la forma perdida. Y, transitando por el Canal
de Orellana, ocurre el percance al que hace referencia el título de esta
crónica: el porrazo de Juanma. Os cuento. En un momento dado, le suena el móvil
y se echa la mano derecha atrás para cogerlo. De forma inopinada, frena con la
otra mano bruscamente la rueda delantera y sale de cabeza por las orejas de su
burra, cayendo sobre el asfalto como un fardo. Preocupación inicial en el grupo
por lo aparatoso de la caída y alivio…y hasta bromas después, tras comprobar
que estaba ileso y que todo había quedado felizmente en el susto.
Volvemos
por la pista asfaltada del Palomar y el restaurante 301, para continuar por el
camino que cruza el arroyo Hornillo y sale de nuevo cerca de Valdehornillo. En un santiamén llegamos al
pueblo con 56 kilómetros en las piernas que nos han producido un hambre canina,
y que saciamos en parte con las patatas fritas con carne con que nos obsequia
en esta ocasión nuestra madrina, que es casi como una madre.